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Julio Rodiño Durán

Director Editorial

Edición

Nuevas formas de trabajo

Somos protagonistas de los más grandes cambios en la historia de la humanidad. Cambios que tienen que ver con las nuevas herramientas tecnológicas que conocemos e implementamos día a día, y con la forma en que desarrollamos nuestro trabajo. Son tiempos de disrupción que nos provocan una sensación de encantamiento y fascinación, pero también de incertidumbre y vértigo. La tecnología condiciona mayormente de buena forma nuestros hábitos y costumbres, pero existe un desafío implícito: que las expectativas de cada uno para que este cambio, que provoca mayor velocidad, caudal de información y mayor precisión, no termine por provocar frustración en caso de que vaya acompañado de una clara mejora en la productividad y, por ende, en calidad de vida de las personas.

Trabajos que se suprimen porque los absorbe la tecnología, modelos de negocio que desaparecen si no se adaptan al cambio y otros en los que el cambio es tan brutal que al final se convierten en otro negocio, profesionales que antes tenían una jerarquía determinada terminan siendo auxiliares del sistema mientras otros que casi no tenían importancia se convierten en protagonistas, máquinas que quedan obsoletas y sucursales de atención a público que cierran por doquier. Todo esto es parte del panorama que se presenta por la irrupción de la era digital en nuestra vida. A veces no puede evitarse ser autorreferente, así que les doy un ejemplo de lo que era una mañana de mi vida cotidiana de hace tan sólo diez años. Temprano iba al banco a realizar el depósito de los impuestos mensuales a mi contadora; en seguida tenía que enviar un documento a mi fábrica en Austria, para lo cual lo mejor era utilizar la valija diplomática de la embajada que salía cada tres días; y para terminar, iba al cine a comprar las entradas para la función de la noche que me había pedido mi señora. Si tenía suerte, me quedaba tiempo para tomarme un café de quince minutos antes de mediodía. Todo eso me llevaba una mañana completa, cuatro horas. Uno tenía la sensación de haber hecho mucho y, por ende, de haber sido tremendamente productivo. Hoy todo eso lo realizo literalmente en cinco minutos: un tercio del tiempo del que antes ni siquiera disponía para tomarme ese café.

Si me dedicara a tomar café el resto de mi mañana, es decir las otras tres horas cincuenta y cinco minutos, esto representaría un alza de la productividad promedio de 5.000%, tomando en cuenta sólo la reducción del tiempo.

Sin embargo, si contabilizamos las cosas que soy ahora capaz de hacer en las tres horas cincuenta y cinco minutos restantes, la productividad se dispara a varios cientos de miles. Esto debería tenernos muy felices y satisfechos con nuestros logros pero, como ya sabemos, no siempre es así. La velocidad con que ocurren los cambios está indexada a todo el resto del comportamiento humano que también cambia; así, a medida que hacemos más, nuestro punto de referencia también avanza a esa misma velocidad.

La revolución de los sistemas y procesos es de tal índole que perdemos nuestro punto de referencia. Es una carrera frenética por no quedarse atrás. Pero cuando la única certeza es no quedarse quieto, el problema que surge es la imposibilidad de conceptualizar. Si tenemos más tiempo, ¿para qué lo usamos? Si somos más productivos, ¿cómo lo vamos a aprovechar? Quienes sepan responder a estas preguntas tendrán la ventaja de visualizar el futuro mejor que nadie. Hay más espacio que nunca en la historia para que filósofos, inventores y pensadores puedan definir nuevas formas de trabajo, lo que a su vez significa una nueva mirada sobre los modelos de negocio.

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